Democracia
El reconocido luchador por los derechos humanos y fundador de la Fundación Luisa Hairabedian, Gregorio Hairabedian, reflexiona sobre el significado de la democracia actual y discute sobre cómo es tomada por la sociedad.
Por Gregorio Hairabedian Es de práctica, casi unánime, considerar como democráticos a gobiernos cuyos representantes han sido elegidos por el voto popular. Basta, entonces, que haya partidos políticos y elecciones. Así de simple.
Siguiendo esa concepción, el gobierno actual de la República Argentina, presidido por el señor Mauricio Macri, sería democrático, inclusive para sus opositores electorales, algunos de su mismo cuño sistémico que aluden continuamente a las violaciones de las normas constitucionales, a la entrega de la soberanía nacional, a la injusticia de la distribución de la riqueza social, entre otros incumplimientos de sus promesas preelectorales, mientras que a renglón seguido aclaran su legitimidad democrática porque es producto de las formalidades legales.
De este modo, se adhieren al precepto constitucional que establece que el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes, o sea, condenado a ser un mero instrumento electoral, sujeto pasivo de la gobernabilidad, sometido invariablemente a la represión cuando así lo requieren las clases dominantes, mediante el uso de la fuerza estatal y para estatal, desde la más leve hasta el alucinante genocidio, como el que tuvo lugar en nuestro país durante la dictadura cívico-militar (1976-1983) para poner en práctica el plan económico-social de la alta burguesía con la logística del imperialismo norteamericano.
En ese marco político y social, pretende la alianza radical-macrista desarrollar el mismo plan de la dictadura con nuevas técnicas e iguales propósitos de sometimiento y expoliación inherentes al capitalismo de época, sin pruritos para aplicar metodologías cada día más cercanas al fascismo.
La representación queda reducida a herramientas destinadas a contingencias electorales que controlan férreamente los lugartenientes políticos del poder económico.
Se agrava, cuando se apela a mecanismos que escamotean la presencia protagónica del pueblo y se subestima la inteligencia de éste con apelaciones infantiles como la concesión de derechos a la alegría y de pobreza cero.
Es, francamente, una grosería electoralista hacer declaraciones de esa naturaleza, que escamotean la presencia protagónica del pueblo, como debe ser, en todas las esferas de la vida social, política, económica y cultural. Teniendo en cuenta, además, la profunda crisis en la que está inmersa nuestra sociedad.
Pero aún en épocas mucho más prosperas del sistema, la lógica del pensamiento burgués no podría ocultar su inviabilidad para superar los conflictos sociales que le son inmanentes.
Ya en el siglo XIX Carlos Sánchez Viamonte*, de prestigio indiscutible en el campo político, social y ético, afirmaba que “El liberalismo burgués que triunfó en la Revolución Francesa, constituye una desviación del verdadero espíritu de aquella gran sacudida revolucionaria (…) Ya no partimos de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, sino del Manifiesto Comunista de 1848”.
En efecto, a esta altura del proceso histórico, no es posible ignorar que para desentronizar los mitos que la oligarquía y gran burguesía ha impuesto, con los más variados recursos en defensa de sus intereses y privilegios, deben ser sometidos al replanteo crítico y renovador que requiere la democracia en su acepción social y valorativo de la dignidad humana, para liberarla de las opresiones de clase, como lo proclamaba Esteban Echeverría, “La democracia (…) es el régimen de la libertad fundada sobre la igualdad de clases”.**
De eso se trata. Nada más alejado del propósito democrático concebido como gobierno del pueblo, ejercitado por éste y en propio beneficio, conforme a la definición que sobre democracia formulara Abraham Lincoln:*** Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Postulado aceptado universalmente en términos teóricos pero jamás puesto en práctica en el orden burgués, salvo algunas tímidas experiencias limitadas a aspectos formales de lo que ha dado en llamarse democracia representativa, no necesariamente desdeñable en un contexto histórico de recurrentes clausuras del ordenamiento constitucional, como es de práctica en nuestro país y en muchos otros de América Latina y El Caribe.
Desde los albores de nuestra organización institucional, la representación ha tenido lugar mediante la nominación electoral de candidatos de las clases dominantes o a su servicio, para lo cual se ha valido de aparatos electorales que aseguren su primacía. De esta manera, la representación queda reducida a herramientas destinadas a contingencias electorales que controlan férreamente los lugartenientes políticos del poder económico, con los más variados expedientes y estratagemas (ora compulsivas, ora sutiles) a partir del monopolio comunicacional y de ingentes recursos financieros destinados al armado y funcionamiento de aflatadas maquinarias electorales a las que han sido reducidos la mayoría de los partidos políticos que los representan directa o encubiertamente. Estos, a su vez, aparecen en la vida pública-electoral en cada oportunidad que los sectores dominantes, con el visto bueno de las fuerzas militares, paramilitares y jerarquías eclesiásticas, tienen la deferencia de autorizar a la ciudadanía a transitar por carriles formalmente institucionales, a tono con el periplo pendular que oscila entre aperturas controladas y clausuras drásticas, de acuerdo a la correlación de fuerzas existentes en la contingencia.
Son los mismos aparatos destinados a escamotear la realidad, introduciendo la idea que el sistema de compra-venta de la fuerza de trabajo manual e intelectual, obedecen a leyes naturales e inmutables, sólo perfeccionables maquillando las fachadas o concediendo a los esclavos de la modernidad, determinadas mejoras destinadas a preservarlos como tales o cuando consideran en peligro sus privilegios de clase.
Es que no obstante el origen milenario de la concepción democrática en Occidente (Grecia, siglos VI y V antes de nuestra era), sea como instrumento o técnica política de representación, sea en términos de igualdad como dimensión social que penetra en el dominio económico sujeto a la esfera privada y en el ámbito cultural reservado a las élites de la sociedad, aún sigue provocando estudios, investigaciones, reflexiones y debates, que el Doctor Ricardo Alarcón de Quesada, ex presidente de la Asamblea Nacional de Cuba, relaciona “con la propia evolución del entorno social, el progreso técnico material, la contribución de la ciencia y del pensamiento, el desarrollo de la cultura, los valores éticos, los cambios, en fin, de todo género, que han acompañado a la humanidad y la han ido confirmando”, destacando que “(…) la lucha por la democracia y la democratización de las sociedades es universal, necesaria, válida para todos los países y para todos los pueblos”.****
En cuanto a la representatividad, es indudable que en las sociedades modernas, por las dimensiones demográficas y la envergadura y complejidad de los problemas que se deben enfrentar en todas las esferas que hacen a su desarrollo, el método representativo es imprescindible pero no necesariamente inmodificable, si se trata de la participación genuina, operativa y efectiva del pueblo desde sus propias bases y con formas más directas posibles de delegación de determinados atributos inherentes a su soberanía.
El pueblo es sujeto pasivo de la gobernabilidad, sometido invariablemente a la represión de la fuerza estatal y para estatal, desde la más leve hasta el alucinante genocidio.
Junto a esa variable procesal, la democracia debe ser sometida al replanteo crítico y renovador, atento a su conformación social y valorativa de la dignidad humana, enfatizando su acepción social, tal y como lo proclamaba Esteban Echeverría.*****
En base a las mismas premisas de alcances emancipadores, interrelacionando dialécticamente forma y contenido, Héctor P. Agosti elabora los presupuestos de un nuevo tipo de democracia destinada a generar campos propicios a la real participación del pueblo y al desarrollo del proceso revolucionario interrumpido en los albores de nuestra historia nacional.
Siguiendo la huella de Echeverría que lo conduce a las teorías políticas de Marx, Engels, Lenin y a sus continuadores consecuentes, Agosti considera que “Los remedios de fondo vendrán de las enmiendas radicales en la estructura de atraso y dependencia (…) Tales remedios, a su turno, son inseparables de una solución política que confirme la participación real del pueblo en todos los niveles de gestión y dirección. En ello –sostiene- y no en el mero lujo de los parlamentos representativos, consiste la renovación de la democracia”.
Se torna insostenible la falacia teórica que adjudica al Estado burgués funciones de equilibrio entre los permanentes intereses en pugna (del capital y el trabajo, por caso) como si se tratara de una estructura institucional de convivencia ciudadana ideada por la evolución del espíritu y el razonamiento humano al margen y por encima de las clases sociales en colisión tanto para la defensa, en un caso, y la transformación revolucionaria, por otro, que prima en lo que ha dado en llamar sociedad civil, es decir, en la organización social que produce y reproduce las condiciones materiales y espirituales de existencia en determinados momentos históricos.
Es común el discurso de agitadores de parroquia y de activistas académicos, apelando a chatos simplismos para sostener, a modo de dogma, que no hay democracia sin capitalismo ni pluripartidismo, cualquiera sea la realidad de una sociedad dada, en clara dirección a los países que toman decisiones peculiares e intransferibles condiciones de desarrollo de sus realidad nacional (Cuba, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua, etc.).
De ahí la necesidad de abordar en la República Argentina la resignificación de la democracia, tanto en el aspecto social del humanismo real, como en lo concerniente a modos, formas e instrumentos de representación popular, y la relevancia que adquiere en el marco de la lucha por la liberación nacional y social en la que participan vastos sectores populares y revolucionarios de nuestro continente, asediado sin contemplaciones por el imperialismo norteamericano y sus asociados. * Sánchez Viamonte, C. Democracia y socialismo. Buenos Aires: Claridad; Ciencias Políticas. ** Echeverría, Esteban. (1915). El Dogma Socialista. Edición de La Biblioteca Argentina, director Ricardo Rojas. Disponible en: https://archive.org/details/dogmasocialista00echeuoft. *** Lincoln, Abraham. (1863). Discurso del 19 de noviembre de 1863 en la Batalla de Gettysburg. **** Alarcón de Quesada, Ricardo. (2002). La democracia en Cuba. Conferencia presentada el 23 de septiembre de 2002. ***** Echeverría, E. (1915). Obra Citada.
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