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¡Llamemos a la judeofobia por su nombre!

Se denuncia en estas líneas la función de un lenguaje colonialista y, aun cediendo por un momento a su utilización, se impugna la narración que favorece a los opresores del pueblo de Palestina, en su propio campo.

Por Gabriel Sivinian*


"¡Qué libro tan maravilloso podría escribirse narrando la vida y las aventuras de una palabra!", Louis Lambert de Honoré de Balzac.


La decisión del Gobierno argentino de adoptar la definición de antisemitismo aprobada por la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (IHRA) ha generado diversas expresiones de repudio entre instituciones, colectivos y personas solidarias con el pueblo de Palestina y la sociedad en su conjunto.


En forma coincidente denunciaron la posibilidad de que una decisión presentada como un compromiso con los derechos humanos, la igualdad y la no discriminación pueda transformarse en un instrumento de hostigamiento y persecución para silenciar las críticas al Estado de Israel, recurrente violador del derecho Internacional público y de los derechos humanos, y al sionismo, la ideología xenófoba que lo sustenta.


Razones que respalden tal advertencia no faltan. Los ejemplos citados en la definición del IHRA asimilan la percepción y valoración de las prácticas de ese Estado y su doctrina a las categorías de judío y semita, estableciendo una sinonimia inadecuada e inaceptable.


El paso siguiente consiste en el desplazamiento semántico, caracterizando las expresiones condenatorias a los actos del Estado y a su ideología como juicios de valor hacia grupos y personas que profesan una religión específica, recrean una cultura particular o hablan una lengua determinada, que remite a los pueblos del Medio Oriente.


De esta forma se despliega el chantaje retórico que busca obstruir el debate racional, excluyendo del campo discursivo las voces que articulan la solidaridad con el pueblo palestino.


Tal estratagema queda al descubierto en cada una de las declaraciones de repudio aludidas.


Sin embargo, y este el pretendido aporte de las presentes líneas, otra trampa retórica permanece vigente y aún reforzada por los propios adherentes a la lucha del pueblo de Palestina y la sociedad en general.


Resulta coincidente en la mayoría de los escritos la referencia al acto discriminatorio “que consiste en caracterizar como semitas solo a los judíos, excluyendo a los árabes de ese colectivo”.


Por citar algunos ejemplos: la referencia a que lo semítico no se circunscribe a lo hebreo; la aclaración de que la mayoría de los actuales semitas conforman los pueblos árabes y sus diásporas; la afirmación de que el antisemitismo es un acto de repulsión a todos los pueblos del Medio Oriente. Y podríamos continuar.


¿Cuál es la impugnación recurrente? Que los árabes también son semitas.


¡Pero en eso también reside una trampa!


Un engaño queda oculto


Las teorías evolucionistas europeas del siglo XIX sostenían una tesis supremacista basada en trasladar los métodos clasificatorios de los animales a las “razas humanas”. Estas heredarían caracteres innatos, condicionantes de sus culturas. La filología, ciencia en construcción desde fines del siglo XVIII, se conformó en el marco de ese paradigma. Desde la disciplina se enunciaba la existencia de predisposiciones de tipo psicológico que delimitaban el desarrollo de las lenguas.


En ese contexto, la palabra semita fue propuesta en 1781 por el historiador alemán August Ludwig von Schlozer para referir a las lenguas de los pueblos del llamado Oriente Próximo y norte-este de África. Un siglo después el filólogo francés Ernest Renán, basándose en la gramática comparada y en una nueva clasificación en familias, atribuyó un carácter “inacabado y monstruoso” a las lenguas semíticas. Desde su mirada orientalista las opuso a las lenguas indoeuropeas, máxima expresión del progreso del espíritu humano. Esta proposición se extendía al conjunto de la cultura de los pueblos, contribuyendo a legitimar la “misión civilizatoria” y las conquistas europeas en curso.


La categorización de los pueblos por una filología etnocéntrica, que resignificó términos bíblicos al servicio del despliegue imperial, debe objetarse como parte de la descolonización del saber.


Sin embargo no puede ignorarse que las palabras adquieren el significado que las sociedades consienten y su deconstrucción -si fuese necesaria- requiere una lucha de largo alcance en el campo de lo simbólico.


Entonces –cediendo solo por un instante ante el criterio colonialista de la ciencia europea decimonónica– si la clasificación de los pueblos respondiera al origen de sus lenguas, en tanto manifestación de sus culturas, ¿cuál sería el lugar que correspondería a las víctimas del genocidio nazi, al estamento dominante que gestó, dirige y es preponderante en el Estado de Israel y a la mayoría de la comunidad argentino-judía y sus principales dirigentes?


Todos ellos provienen de comunidades judías de Alemania, Austria, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Polonia, Ucrania, Rusia, los países bálticos y balcánicos, en Europa Central y Oriental.


Esto es -siguiendo los patrones colonialistas- se trata de colectividadesde pueblos indoeuropeos; fundamentalmente asquenazíes (de lengua eslava y germánica). La categorización puede extenderse a los sefaradíes (itálico hablantes), aunque aquí, una mirada eurocéntrica ligada al modelo ario es problemática de aplicar.

Entonces nos preguntamos, ¿cuál es el sentido de calificar a las expresiones de odio intenso o antipatía hacia estas comunidades judías –no semitas– como actos de antisemitismo y no de judeofobia?


Más aún, ¿por qué el sionismo valida desde su inicio la falacia del carácter semítico de estas comunidades, tratándose de tesis racistas fortalecidas tras la publicación de un libro de Wilhelm Marr, inventor del término antisemitismo, en 1879?


El objetivo resulta claro, los europeos que han concebido y dirigido -durante más de un siglo- el proyecto sionista de conquista y colonización de Palestina por medio de la expulsión de su población originaria y la implantación demográfica foránea se autodefinen hacia el/aceptan la definición exterior de semitas para presentar la ocupación como “el retorno del pueblo de Israel a la tierra de la que fue deportado hace siglos”.


En definitiva la engañosa asunción de la “condición de semitas” responde a una falaz construcción ideológica que es central en la historiografía sionista, “los judíos fueron forzados al exilio y están regresando a su tierra natal, usurpada por los conquistadores árabes”.


Así un conjunto de comunidades que tenía diferentes lugares de residencia, lenguas y culturas, formadas durante un extenso período de proselitismo religioso y vinculadas por una distintiva fe –que cultivaba el hebreo como lengua litúrgica (en ese sentido, símil al latín de los católicos romanos)- se transforman en una nación tenaz y resistente, el pueblo raza desarraigado de su patria en Canaán.


A modo de cierre


Desde tiempos de los primitivos humanos el lenguaje ha cumplido la función de congregar y comunicar a los pares, aunque en manos de los poderosos tiene la capacidad de obstaculizar el entendimiento y servir a la opresión.


La colonialidad del saber consiste en la construcción de conocimientos que reproducen los regímenes coloniales de pensamiento. Se trata de un ejercicio de poder y control sobre las ideas que, en muchas ocasiones, no logra percibirse.


Si un estado, grupo o persona logra imponer los significados legítimos de las palabras y esconde las relaciones de fuerza que permiten esa imposición, ese significado “se naturaliza”.


Cuando los ideólogos sionistas se apropian del término semita y quienes lo objetan exclaman “¡los árabes también son semitas!”, otorgan, con esa expresión, el carácter de tales al conjunto de invasores de Palestina y validan, en forma involuntaria, el punto de partida de la narración del retorno al lugar al cual jamás pertenecieron.


Una vez instalados, los ocupantes caracterizan como apropiadores a los habitantes ancestrales que, perversamente, están siendo expulsados por los primeros.


Esto que sucede con el término semita se reitera con tantos otros. Y el objetivo es el mismo, otorgar al Estado de Israel y a quienes son apólogos de sus crímenes el estatuto ontológico de víctimas.


Hemos denunciado la función de un lenguaje colonialista y, aun cediendo por un momento a su utilización, impugnamos la narración que favorece a los opresores del pueblo de Palestina, en su propio campo.


Por lo tanto, ¡llamemos a la judeofobia por su nombre!


En Memoria del Maestro Saad Chedid, estas líneas.


*Licenciado y Profesor de Sociología. Coordinador de la Cátedra de Estudios Palestinos «Edward Said». Facultad de Filosofía y Letras (UBA)


Fuente: Rebelión

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