Lo que no te cuentan de Chernobyl
Se cumplen 36 años del accidente en Chernobyl. La solidaridad de Cuba con los niños y niñas afectados por la tragedia ambiental. Fragmento del libro "Las batallas de Fidel", de Hugo Montero, editado por Sudestada.
Redacción NOR SEVAN
El 26 de abril de 1986 se produjo el accidente nuclear más grave de la historia: un experimento mal supervisado terminó en una reacción descontrolada del reactor de la central Vladimir Ilich Lenin. La liberación de material radioactivo fue quinientas veces mayor a la provocada por la bomba atómica en Hiroshima, lo que obligó a una evacuación masiva de cien mil habitantes y una cantidad cinco veces mayor afectada por la radiación.
Ante el pedido de ayuda del gobierno ucraniano, Fidel ordenó el traslado de tres médicos cubanos al lugar de la catástrofe para analizar la gravedad de la situación en esa región que comprendía regiones de Ucrania, Bielorrusia y Rusia, y evaluar la atención que sería preciso disponer para los afectados. Lo que los médicos se encontraron allí fue una zona devastada y una población casi abandonada: los médicos se habían marchado ante el riesgo que generaba la radioactividad. El siguiente paso fue desarrollar una selección de pacientes que viajarían a Cuba en esa primera comitiva, otorgándoles prioridad a los niños y niñas.
El 29 de marzo de 1990, cuatro años después del accidente, el propio Fidel recibía la primera delegación de 139 niños al pie del avión en el aeropuerto de La Habana. Era el primer paso de una de las experiencias humanitarias más conmovedoras de la historia. Para concentrar a los recién llegados, Cuba preparó al balneario de Tarará, a unos veinte kilómetros de La Habana, como centro de recepción y rehabilitación y designó al doctor Julio Medina como coordinador del llamado Programa de atención a niños de Chernobyl.
Desde entonces, 24 mil niños y niñas recibieron ayuda y tratamiento médico por parte del gobierno cubano, el setenta por ciento de ellos huérfanos y la mayoría provenientes de familias de bajos recursos que no podían costear los gastos de ese tipo de tratamiento en Ucrania. Niños con cáncer de tiroides, leucemia, atrofia muscular, trastornos psicológicos, neurológicos y alopecia recibieron un tratamiento especializado durante cuarenta y cinco días, que incluía melagenina, para ayudar a regenerar la pigmentación de la piel, y pilotrofina, que facilita el crecimiento del cabello, además de salidas recreativas a tomar sol y bañarse en el mar.
Por otra parte, los cubanos confirmaron su espíritu solidario donando sangre y médula ósea, garantizando el transporte –en plena escasez de combustible–, la alimentación –en tiempos de desabastecimiento y derrumbe del promedio nutricional de su población–, e incluso respaldando, en aquellos tiempos de apagones cotidianos por la escasez de energía, que el campamento de Tarará se mantuviera iluminado sin interrupciones aún en los momentos más difíciles.
Todo el personal implicado en el Programa, desde los médicos hasta los cocineros, enfermeras y choferes, cumplieron con su tarea como si aquellos niños ucranianos fueran parte de su familia, incluso ocupándose de invitarlos a sus casas los fines de semana, organizando pequeñas fiestas de cumpleaños o dando una mano en la inserción escolar de algunos de ellos. Sólo el cariño de miles de cubanos podía lograr que aquellos niños en situación de extrema vulnerabilidad y riesgo cierto de muerte pudieran regresar a su hogares saludables, con sus afecciones superadas o su estado mejorado, además de conseguir, en ese mismo proceso, avanzar en la comprensión de datos científicos relevantes sobre el efecto de la contaminación en seres humanos. Durante todo el programa se registró el fallecimiento de quince pacientes y se realizaron seis trasplantes de médula a enfermos de leucemia.
“Sencillamente no damos lo que nos sobra, sino compartimos lo que tenemos”, sintetizó el doctor Julio Medina. Es decir que durante el proceso de crisis más agudo y dramático de la historia de la revolución, después del derrumbe de la Unión Soviética y de todo el campo socialista, Cuba destinó gran cantidad de recursos humanos y materiales a persistir con un programa de atención médica inédito en la historia por su larga duración (más de dos décadas) y la cantidad de afectados que recibieron tratamiento. Al mismo tiempo, una delegación de médicos cubanos se instaló en Kiev y, desde ese primer viaje, atendió a doce mil pacientes durante dos años.
La única recompensa para semejante esfuerzo fue la sonrisa de esos niños y niñas, como la de Dania María y Alexander, que nacieron en Cuba. Vladimir, su padre, es un joven ucraniano que llegó a Cuba a sus dieciséis años, enfermo de leucemia y con pocas esperanzas de vida. Hoy no deja de agradecer la existencia de este programa humanitario: “¿Quiere algo más importante que la satisfacción de ver a mis dos pequeños saludables? Y eso es gracias a este país, a sus médicos, a los cubanos, a la humanidad con que cada día nos sorprenden”.
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